No me daba cuenta...
Era bastante común hace más de un año, antes de empezar la práctica de Kriya Yoga, sentirme inseguro en un montón de ocasiones, por ejemplo cuando hablaba con alguien. No solo eso, sino que también me sentía feo, torpe y desmerecedor. Me preocupaba, además, lo que pensaba esa persona de mi. Mientras conversaba con alguien, muchas veces me sumergía en mi mundo, preocupándome por mi presencia, en un estado egoísta de constante atención hacia mi y mis circunstancias.
No me percataba de que era imposible escuchar ni ver verdaderamente al otro si no había silencio interior, si no apaciguaba la tormenta interna. Desde esa escucha real se puede entender al otro de corazón.
Rodeado de mucha gente en el metro me agobiaba con facilidad. Tendía a esquivar miradas, escondiéndome. Si veía mi propio reflejo en algún cristal, me confirmaba a mi mismo lo desmejorado que estaba, mis enormes ojeras, mi cara envejecida. Entonces quería desaparecer aún más. Curiosamente, buscaba con avidez los espejos y cristales tratando de encontrar una mejor imagen de mi mismo.
No me daba cuenta de que aquello que veía era una proyección de mi interior; daba igual las veces que me mirara al espejo: mientras no cambiara mi sensación interna, no cambiaría mi relación con lo que percibía. Vemos el mundo tal y como somos.
Si tenía que hablar en grupo y con gente desconocida, en ocasiones se convertía en un suplicio. Quizás me rondaba algo que decir, pero me costaba tanto soltarlo que terminaba por esfumarse. Otras veces sencillamente me veía incapaz de articular palabra, me volvía incómodo en mi silencio, ansioso, hasta el punto de querer salir huyendo de esa situación. Con mi autoestima por los suelos, no creía que tuviera nada nuevo ni interesante que aportar.
No me daba cuenta de que, cuando uno encuentra su tranquilidad interna, deja de importarle lo que los demás piensen, y puede expresarse desde el regocijo y la seguridad que otorga esa paz interior. Además, cuando conectas con aquello, encuentras las palabras adecuadas, o simplemente te expresas, sin más. Y si no hay nada que aportar, se puede permanecer en el deleite de la escucha serena.
No me percataba de que era imposible escuchar ni ver verdaderamente al otro si no había silencio interior, si no apaciguaba la tormenta interna. Desde esa escucha real se puede entender al otro de corazón.
Rodeado de mucha gente en el metro me agobiaba con facilidad. Tendía a esquivar miradas, escondiéndome. Si veía mi propio reflejo en algún cristal, me confirmaba a mi mismo lo desmejorado que estaba, mis enormes ojeras, mi cara envejecida. Entonces quería desaparecer aún más. Curiosamente, buscaba con avidez los espejos y cristales tratando de encontrar una mejor imagen de mi mismo.
No me daba cuenta de que aquello que veía era una proyección de mi interior; daba igual las veces que me mirara al espejo: mientras no cambiara mi sensación interna, no cambiaría mi relación con lo que percibía. Vemos el mundo tal y como somos.
Si tenía que hablar en grupo y con gente desconocida, en ocasiones se convertía en un suplicio. Quizás me rondaba algo que decir, pero me costaba tanto soltarlo que terminaba por esfumarse. Otras veces sencillamente me veía incapaz de articular palabra, me volvía incómodo en mi silencio, ansioso, hasta el punto de querer salir huyendo de esa situación. Con mi autoestima por los suelos, no creía que tuviera nada nuevo ni interesante que aportar.
No me daba cuenta de que, cuando uno encuentra su tranquilidad interna, deja de importarle lo que los demás piensen, y puede expresarse desde el regocijo y la seguridad que otorga esa paz interior. Además, cuando conectas con aquello, encuentras las palabras adecuadas, o simplemente te expresas, sin más. Y si no hay nada que aportar, se puede permanecer en el deleite de la escucha serena.
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