La fiebre

Una noche de sueño corto. Me desperté a medianoche con un dolor intenso de garganta, sin poder volver a conciliar el sueño. Estuve debatiendo en diálogo interno si tomar o no algún medicamento potente que eliminase de raíz el dolor. Decidí finalmente, sabiendo el daño que originan estos medicamentos tan comunes en la medicina occidental, no tomar nada y dejarme llevar por ese dolor, únicamente un homeopático compuesto de equinácea, acónito común, belladona, vencetósigo y oscillococcinum, plantas que ayudan al sistema inmune y bajar la inflamación.


La garganta inflamada, palpitante. Cada respiración sentía en la garganta como una punzada de dolor. Con el tiempo, ese dolor se fue apaciguando, a la vez que sentía cómo se elevaba mi temperatura corporal y una intensa actividad en la zona de mi garganta y la parte alta del pecho, como si una batalla se estuviera librando ahí. A la vez que aumentaba ese estado febril, mis pensamientos incrementaron en número e intensidad. La mente se volvía caótica, saltando de un lado a otro como un mono loco. Se atiborraba de lenguaje e imágenes sin sentido. Empezaba a dolerme todo el cuerpo, las extremidades y las articulaciones. Respiré en aquel estado, tratando de vivirlo plenamente. Observé que no tenía ningún miedo, que en otras ocasiones me hubiera llevado a consumir rápidamente cualquier sustancia que paliara el dolor, pensando incluso que aquello podía degenerar en cualquier enfermedad más grave. Pensamientos que sin duda eran herencia familiar.

Me dejé llevar por ese estado, tendido en la cama, dejando que mi sistema inmunitario se encargara de aquello de forma natural. Arropado, liberando sudor corporal, sintiendo el corazón y el cuerpo palpitantes, los oídos zumbones, finalmente mi mente se serenó, mi cuerpo se relajó y entré de nuevo en el sueño.

Pensé: ¿qué es lo peor que puede pasarme? ¿Morir? Por supuesto era un estado febril y de dolor de garganta sin importancia. Pero creo que se podría extrapolar esta experiencia a otra enfermedad más grave, sintiendo el proceso de enfermedad desde dentro, asombrándose ante la inteligencia y la respuesta corporal, entendiendo la enfermedad como camino de sanación, y no como enemigo a eliminar.

Porque la tendencia en el mundo que vivimos es a huir del dolor y buscar inmediatamente el placer. Evitar la muerte, alarmarse ante la enfermedad.

Y, quizás, deberíamos aprender que la muerte forma parte de la vida, y que la enfermedad y la salud son igualmente importantes, inalienables del camino vital, todo ello dotado de la dosis de aprendizaje necesaria para nosotros, que, como manifestación física, representamos en nuestro cuerpo toda nuestra historia, nuestras emociones y pensamientos. Entender que nuestro cuerpo no es más que una forma escultural moldeada por la acción del pensamiento y la emoción, y que, como tal, se manifestará en un determinado momento como enfermedad para indicarnos algo importante.

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